A la hora de reducir costos, la inmensa mayoría de las editoriales —sobre todo las grandes, especialmente las muy grandes— indefectiblemente aplican un criterio ético y ecuánime, siempre priorizando su misión cultural, calidad editorial y sentido humanista: el primer ítem que tachan para disminuir gastos es el de «corrección». De estilo, ortotipográfica, de galeras. Da igual. De galeras, de frac, con o sin estilo tachan un nombre con placer, e inmediatamente añaden ese importe a la columna que dice «Catena Zapata» (en España figura como «Marqués de Riscal»).
¿Cómo darle la delicada mala nueva al corrector? Nada más fácil. Recibirá un correo electrónico —ya no hay tiempo de llamarlo por teléfono— en el que leerá que «por la crisis del sector» se ven obligados a suprimir gastos superfluos. En la edición 2017 del DEE (Diccionario del Eufemismo Editorial, corregida y rebajada) se puede leer que «crisis del sector» cuenta con unas 63 acepciones, para ser usadas según convenga en cada caso. Sin embargo, tendrán la delicadeza de darle una opción a futuro para que no pierda la esperanza: si acepta cobrar la misma tarifa que el año pasado (en Argentina) y la misma de hace una década (en España), la casa editorial estará encantada de seguir contándolo entre su prestigioso staff de colaboradores.
Consejos prácticos para desempleados sibaritas
Amigos correctores, permítanme transmitirles una sugerencia a implementar en presentaciones de libros. Para recuperar al menos un ínfimo porcentaje del dinero que ya no percibirán gracias al flamante Director de Marketing, que decidió que es más útil comprar seis botellas adicionales de vino que corregir el libro de inminente presentación, aconsejo aplicar la justicia poética, que no es lo mismo que justicia poco ética. La ventaja inicial radica en que —como el nombre del corrector no figurará en ningún rincón del libro— pasarán totalmente desapercibidos, además nadie conoce sus caras porque la relación con la editorial suele ser 100% vía correo electrónico.
Recomiendo fervientemente no demorar ni un segundo en saludar a nadie ni tonterías por el estilo, sino ir directo al grano, léase a la barra en la que sirvan ese aterciopelado tinto que nos hizo perder un trabajo. Mi última incursión de esa naturaleza duró unos quince minutos. Fueron suficientes para degustar dos copas de Syrah «Reserva» 2009 y tres canapés de foie gras. Reconozco que no fue precisamente pantagruélico, pero está claro que ni en siete vidas hubiese logrado comprar un vinazo así. Calculo, a ojo de buen cubero, que cada trago equivalía por lo menos a 5.000 caracteres con espacios de mi trabajo. En el minuto 14 pensé: «De acá no me voy sin catar por lo menos 100.000 caracteres con espacios de Syrah».
Quince minutos de gloria hasta ser declarado persona non grata
Pero, en el minuto 15, apareció a mi lado el Editor (con mayúsculas), el mismo que aprobó de buen grado la idea de canjear mi trabajo por seis botellas de Catena Zapata. Fingió no verme, pero hizo un gesto muy sutil a un señor de Seguridad (el Editor me conocía de épocas pretéritas y sabía muy bien que un corrector suelto en un lugar así puede diseminar intimidades porlográficas sobre el libro y su autor, volviéndose más peligroso conforme avanzan la hora y el alcohol en sangre).
Mientras dos señores de espalda ancha me invitaban a retirarme, oí al Editor cuchichearle al Director de Marketing, al tiempo que le pegaba un codazo más digno de una cancha de fútbol que de un cóctel de intelectualoides para no dejar escapar una bandeja de camembert: «¡Qué bodrio de presentación! Menos mal que este tinto es un poema, un bálsamo contra la catarata de obsecuentes que me tuve que bancar esta noche. Mañana mismo doy la orden para que, a partir de ahora, supriman algún que otro gasto de colaboraciones y empiecen a comprar siempre este vinito.»